Ayer fiesta de Santiago patrono de España, se fue de este mundo el Padre Jorge “Cuacua” Méndez. Fue sacerdote durante doce años y durante nueve años de su sacerdocio padeció de un tumor en el cerebro que, aunque no era maligno, por su ubicación se comportaba como tal.
El Padre Cuacua era un sacerdote al que sólo vi una vez, pero que conozco por las historias de mis hermanos de cuando este era capellán del Colegio Monte VI. Era muy querido por todos aquellos que lo conocían y lo trataban. Mis hermanos siempre hablan de cuando jugaba al fútbol con ellos en los recreos. Tanto lo querían en casa, que mis últimos dos hermanos que se casaron querían pedirle a él que los casara, pero no pudo ser, ya que hace dos años atrás (cuando se caso el primero de ellos) ya estaba mal. Mi madre me contaba hoy de cuando se lo encontraba corriendo por el Parque Batlle con una remera de Peñarol. Era muy deportista, aun estando mal, salía para hacer deporte.
En la Capilla de la Misericordia a las 14:30 se hizo una Misa de cuerpo presente. No era la primera vez que iba a este tipo de celebración, pero igual me impresionó mucho pasar por el costado del cajón en el momento de la comunión, y se me empezaron a caer las lágrimas.
El Padre Enrique era el que celebraba la misa y con él concelebraban 6 sacerdotes más. La Capilla estaba repleta de familiares, amigos y gente que casi ni lo conocían, como yo, pero que rezaron por él durante su enfermedad.
La homilía fue corta y muy emotiva. En ella el Padre Enrique nos contó algunas cosas de Cuacua, por ejemplo, el amor que tenía por la Santa Misa y cómo le dolía no poder celebrarla cuando su enfermedad no se lo permitía. Con qué fuerzas rezaba por las vocaciones sacerdotales.
Cuando Cuacua se ordenó sacerdote, el Padre Enrique quería que le dejaran de llamar así y que le pasaran a llamar Padre Jorge, pero no lo logró, en parte porque el mismo Padre Jorge quería que le llamaran por su sobrenombre.
Me llamó la atención en ese momento, y aún ahora, cómo cambiaba mi ánimo durante la homilía. Había momentos en los que reía, otros en los que lloraba. No entendía cómo me puse a llorar por una persona a la que sólo vi una vez, de la cual no recordaba su rostro y cuya voz no conocía.
Me emocionó de manera especial ver al Padre Enrique con los ojos llenos de lágrimas cuando trasladó, junto con los otros sacerdotes, el ataúd hasta la puerta de la Capilla, para que, al salir, la gente se pudiera despedir del Padre Cuacua.
Se fue, como me dijo un amigo, un grande.